miércoles, 7 de abril de 2010

Niebla del Riachuelo



El río más contaminado del mundo, el río que enferma, el que huele mal. El Riachuelo, aquel que se hizo dueño de la vida de los pobladores desde que éramos colonia, el río al que pintaron los más grandes artistas argentinos y al que le dedicaron tangos y poesías, el que mostró su belleza a los navegantes de antaño, cuando por sus aguas paseaban las señoritas de la aristocracia porteña, mostrando al extranjero la fauna y la flora autóctona de un país maravilloso.
«Riachuelo de los Navíos» lo nombró Pedro de Mendoza, sin sospechar que sobre sus aguas el hombre depositó 500 años de basura y hoy es un desolado cementerio de naves que nos miran desde el fondo fangoso, atrapados sin salida en un colchón de desperdicios que lentamente los corroe.
Sus márgenes cobijaron a cientos de empresas que florecieron gracias a sus servicios navegables. Y en gratificación, las más de 3 mil fábricas instaladas en sus 64 kilómetros de recorrido, arrojaron más de 88 mil metros cúbicos de desechos industriales, sin pensar que un día el río devolvería la afrenta, convirtiendo el cadmio, mercurio, níquel, plomo, cromo, arsénico, selenio, fenoles, bencenos, tolueno, hidrocarburos clorados, pesticidas, herbicidas, plaguicidas, detritos humanos y animales, materiales orgánicos en suspensión, detergentes, y otros contaminantes arrojados a su cauce, en graves enfermedades.
Y nos enferma el aire, la tierra y las aguas, nos reta con sus crecidas, nos apesta cuando baja, y se ríe de años de promesas incumplidas y de frases como: "en mil días los argentinos podrán bañarse y pescar en sus aguas saneadas y transparentes».
Sin embargo amamos al Riachuelo. Porque es nuestro, porque nos separa de los porteños y nos distingue como provincianos, porque lo soñamos limpio y manso acariciando la ciudad, porque no podemos atravesarlo sin admirar la belleza de ese espejo sucio y brumoso que a pesar de todo nos enorgullece.
Marta Portilla

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